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Carolina Gomes

Publicado: 2011-01-22

Escritora, cantante y fotógrafa amateur por ratos. Estudia idiomas extranjeros en la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana y a sus 21 años se considera una apasionada por el arte y la cultura. Actualmente trabaja en dos proyectos literarios, La hija del policía, que narra una historia familiar y los traumas psicológicos tras la toma de Leticia, y La lobotomía, una serie de crónicas basadas en el mundo underground cultural de Iquitos.

Entrevista: "Aprendí a cuestionar hasta mi propia existencia".

Debajo del árbol

El calor azotaba a la ciudad del caucho y del comercio, había trenes por todos lados, el rio había tomado viada hacia el progreso de una ciudad que una vez fue un caserío y que a la vez había perdido su forma; muchas personas lloraban en el silencio por la pérdida de aquel color y textura, eran tiempos amargos y duros para el mundo de las etnias danzantes y mágicas cercanas al lugar de los hechos de tal cambio brusco de temperatura social.

Pero no ocurría del todo así en otros lugares, aun había espacios algo marginados donde se podía hacer una diferencia; al margen derecho del rio Nanay, había aún vida, existía un grupo de gente que respiraba árboles, pesca, arte milenario en todas sus expresiones y vivía como cualquiera de los otros, esos que están a borde del tren, aunque respirando aire diferente en los pulmones. La ciudad estaba aparentemente atascada en el tiempo pero le quedaba mucho más que la ciudad contaminada por restos de carbón y hollín.

Marcelino vivía allí, es en parte Cocama de nacimiento y de vocación; era alfarero, chacarero entre otras cosas más. Estaba muy lejos de todo el bullicio de la pequeña metrópolis, del rio que colinda con su vecindario vegetal. El panorama y religión de Marcelino era único: su mujer, sus hijos, su chacrita, sus perros y sus utensilios para ser superior a cualquier animal que se le cruce (canoa, machete, palos, etc.).

El río Nanay, así como cualquier otro rio, era una fuente llena de sorpresas; su cauce calmado y tranquilo, lo hacían algo diferente sin embargo. A pesar de todo, tener contacto con estas aguas eran muchas trochas por caminar, él y su familia se encontraban en medio de todo, tomaba mucho tiempo y rayos solares algo insoportables sobre las sienes para obtener un buen par de pescados para un riquísimo timbuche.

Su color algo transparente por las orillas pero muy oscuro más al fondo tentaban la experiencia de Marcelino al momento de obtener comida; una vez lo mordió una piraña en la mano derecha.

Del agua mansa, Dios le había librado, por que de las bravas, aquellas de la metrópoli, se había salvado debido a la lejanía de su choza y propia decisión de aislamiento.

Un día decidió tomar a sus dos mascotas, dos perritos que eran sus fieles amigos.

-“Vamos pepe y Yawar, es hora de buscar la comida. Así es la selva, día que no vas a buscar, no comes bien. ¡Vamos!” – dijo.

Sus más fieles amigos le siguieron en el paso, cuales bestias obedientes a la voz prepotente y condicionante de un amo que más tarde les iba a dar una buena ración de comida, un par de alaridos resonantes en el bosque frondoso sonaba como el inicio de una batalla entre seres para seguir la cadena alimenticia.

La batalla estaba aún comenzando sin contrincante aparente hasta que se encontraron con un precioso añuje gordo e inmenso, lo suficiente para alimentar a su familia por un par de días con infinidad de platos u opciones posibles:

-“¡Atashai! Ahora no se me escapa. Que rico caldo voy a comer, o que buen asado puede preparar mi warmi. ¡Vamos perritos! Corramos tras él”.

Corrieron esquivando al sol, la hojarasca, los árboles y toda la maleza misteriosa del bosque o posibles insectos peligrosos u ofidios, en esa escena no importaba nada ni nadie en el paso.

El fin justificaba los medios: Solamente un hombre, un machete, dos perros y la inteligencia de hace muchísimo tiempo almacenada en su cerebro, dentro de su cabeza, caliente por el astro rey que miraba desde allá arriba para obtener ese riquísimo animal para alimentar al batallón humano y canino.

Luego de tanto haberse cansado, se vio en un terreno raso, ya no tan peligroso. La visión presente y futura se le había aclarado al notar que se encontraba en un irapayal, extasiado por tan valioso descubrimiento geográfico la única idea que su mente de hombre del campo le podía dar era: “Todo un terreno precioso para una chacrita”.

-“Haber ahora – dijo, olvidándose del añuje, por el asombro y la buena suerte – aquí puedo sembrar yuca, sería una muy buena idea, y lo que mas me convence es que puedo ver el otro margen del rio desde aquí. ¡Este es un lugar perfecto para vivir, tener mi chacrita, comer todos los días mi asado tan rico, tener mi ramadón y dormir en una hamaca con mi mujer, viendo a mis hijitos jugar en el terreno!”- exclamó.

Alzando más sus ojos, notó el gigante que tenía en frente: Un árbol de Lupuna, de más o menos cuarenta metros, casi treinta veces más que su pequeño y chambero cuerpo de hombre de la selva. En las ramas de aquel gigante, observó un par de tucanes y sus nidos, la vista era perfecta y el canto de las aves le daban el color perfecto a la vida de aquel instante.

La lupuna era considerada como un ente importante en el bosque, como las cumbres de un imperio sagrado difícil de roer. Se acordó también de la antigua profecía para aquella persona que se creía capaz de derribarla; mágicamente hablando, la lupuna no estaba sola: “Pobre de la persona que ofenda a la madre de la lupuna, pues al instante descarga su furia contra ella, produciéndole la inflamación del vientre, que va creciendo hasta reventar como el árbol, matando a la persona en el acto”.

En base a todo esto, tomó una importante decisión, que reflejaba las enseñanzas de todos sus ancestros, de espíritus de seres que rodean cada árbol y cada planta en lo macizo de la selva:

- “No lo voy a cortar, aunque allá en la ciudad, me den buena platita por que la lupuna, buena madera es para hacer alguna canoa, flota bien” – afirmó – “hay mil y una formas de tener mi sencillito con este gigantón, y entre toda mi familia, todos los hombres y mujeres podemos derribarlo, pero tengo miedo y sé del vacío grande que quedaría sin él, mi decisión ya está tomada”.

El añuje se había escapado; el alimento para ese día tenía que esperar aún, o más bien fácilmente ser remplazado por alguna otra cosa.

- “No voy a tener nada de carnecita, pero estoy feliz por mi chacrita nueva, voy a traer a mi mujercita, a mis hijos, a mis cuñados y mis hermanas; haremos una chacrita propia, no se lo diremos a nadie más. Tendremos la sombra del árbol de día, y el sonido de sus ramas chocando con el viento será el sonido que nos haga dormir en la noche, fresca y misteriosa” – emocionado, exclamó.

Luego de haber exclamado sus fines administrativos del nuevo terrenito descubierto, se percató de la frescura que solo se puede sentir cuando se está cerca del rio. Caminó unos pasos mas cruzando el riachuelo donde el añuje se escondía asustado, y se dio cuenta de su suerte infinita: su chacra iba a quedar a tres pasos del río. Una emoción instantánea invadió su corazón cocama y fue y pescó unos cuatro buenos e inmensos sábalos. Un banquete estaba por darse en su mansión selvática.

Llegó cansado a su caserío, mas de un par de horas de camino y muy lejos de la tierra del irapay y la lupuna de por cierto, pero se había olvidado del tiempo con la emoción de la pesca, la abundancia y el terreno.

- “¡Mujer! Ahora nuestra vida va a cambiar” – dijo a María, su esposa.

- “¿Qué ya vuelta pasa viejo? ¿Iremos a vivir a la ciudad? ¿Por fin te decidiste?” – preguntó la mujer.

- “¿Para qué irnos a vivir en la ciudad, donde tenemos que sudar duro para tener un plato de comida? Acá camino un poco, descanso debajo de un árbol o sino trepo un coco, corto uno con mi machete y tomo mi agüita fresquita cuando me canso. La vida es mucho mejor en nuestra chacrita, mi María, podemos pescar alguito, venderlo a alguna persona que pase por aquí y tenemos platita para un viajecito a la ciudad de vez en cuando.” – le respondió.

- “Me parece una buena idea” – asintió la mujer – “hay que decirle a la Hortencia, al Masha, a Manuel y a muchos de nuestros amigos y parientes”.

- “No. Esto será algo entre nosotros, mis hermanas, nuestros cuñados y sobrinos. Nadie más. Además, el caserío esta bien llenecito, mejor vámonos expandiendo hacia donde quede mas cerca la otra parte del rio, y tengamos nuestra chacrita sin pleito alguno” – dijo Marcelino.

- “Ya pues amor” – finalmente decidió María.

Era de noche, pasaba el mes de mayo, y la familia Aquituari, primos, sobrinos, cuñados y hermanas, agarraron todos sus bultos y pertrechos, piedras, mazos y tushpas para peregrinar hacia ese nuevo lugar en donde sería sus chacrita nueva. Amaba a ese árbol, amaba la selva, tenía en su corazón y su mente aquellas creencias milenarias, no quedaba que el nombre del pequeño fortín familiar iba a tener el nombre de Lupuna.

Tomando su remito y otros utensilios, con la esperanza de encontrar madera buena, topa de preferencia, para hacer un botecito ya que el rio le quedaba cerca, y unas nuevas chocitas con el diseño que más le plazca, Marcelino caminó con su familia persiguiendo un sueño propio, una esperanza de amar y abrazar la selva por el resto de su vida, así como amar la vida, a su familia y a todo que lo quiera seguir después.

La abundancia y el progreso amistoso con la foresta estaban de la mano, el pequeño riachuelo que colinda hacia el río daba la esperanza de más mañanas con el sol multicolor y misterioso, rodeado de pajaritos en todos lados así como algunas fieras escondidas en el trayecto. La sensación de estar vivo era una selva, literalmente y metafóricamente hablando, había peligros escondidos en medio de los matorrales.

Las arenas del reloj del tiempo ya pasaban factura al otrora cuerpo guerrero de Marcelino. Murió en paz unos años después, en medio de su familia y su descendencia, así como de algún otro vecino que al oír las noticias de alguna chismosa pariente del héroe de esta historia, finalmente decidió acompañar en la travesía.

Aquel proyecto intempestivo de aquellas sorpresas de la vida, era ya un caserío con un santo delante del árbol para anteponer los miedos a la madre del mismo. La transición descifraba “San José de Lupuna” en un letrero pintado de tonos azul verdosos al lado de la pequeña torrente de aguas frescas. La máquina de fuegos artificiales del tiempo y del destino le había dado un colegio, una posta médica, telefonía fija y señal para cualquier aparato electrónico móvil capaz de irrumpir con la paz del sonido callado de los árboles.

Es algo tarde para admitir que esa chacra se tornó pueblo y a ese pueblo le construyeron un puente para que las familias crucen el riachuelo sin sorpresas ni problemas hacia la gran fuente calmada de aguas turbias y secretas, y un viaje a la enorme ciudad arrepentida de crímenes y pasiones pasadas era ya cosa usual. “Un sol hasta Iquitos” es la frase más repetida entre los dueños de los peque peques instaurados en el puerto construido donde terminaba la tierra y comenzaba lo extremadamente húmedo. No significa gran cosa para los habitantes del lugar, mas bien una oportunidad de mostrar sus cosechas y venderlas a las gentes consumidoras de la urbe.

Aún existe ese árbol misterioso, grande y prepotente que con su tronco casi rojizo y sus inmensas hojas engañosas que chocan con el viento observa a todos los mortales herederos de un periplo inesperado, caminar como hormigas a la distancia maquinando la promesa de la existencia perenne del caserío con cuantas cosas tengan a la mano para hacer: botes de buena calidad, remos, alfarería, agricultura o pesca. Hay gente, también, que mancilla la memoria de Marcelino y sus ancestros, devorando a su paso en demasía cualquier pedazo de foresta para convertirla así en dinero para placeres ocultos nada saludables.

Yo, cada vez que pienso en ese pueblo, siento que una voz me llama desde la orilla izquierda del Nanay, tan fuerte que no hay duda que he de ir tras sus orígenes corriendo en búsqueda de paz, y para alejarme de todo y perderme entre las voces debo regresar a comerme un plátano asado entre las ramas del susodicho.

Cuento: Debajo del árbol


Escrito por

La mula

Este es el equipo de la redacción mulera.


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