En busca del cholo perdido
Fue así pues, señorita, que cuando escuché que ese hombre le dijo a mi padre ¡Arranca no más, cholo ignorante! Me sentí confundido. Había visto a mi padre cholear a otros, cuando se refería a un congresista o cuando mi madre se quejaba de lo caras que están las cosas en el mercado. Pero nunca, señorita, nunca pensé que a mi padre le dirían cholo. Supongo que él tampoco lo pensó porque lo primero que hizo fue agarrar a trompadas a ese señor hasta dejarlo privado en la vereda. Yo tuve miedo, señorita, pero cuando se calmó, varios días después, le pregunté mientras almorzábamos: papá ¿nosotros somos cholos? Luego vi que las venas de sus ojos saltaron y pensé que me iba a trompear también.
La respuesta que me dio me llenó de más dudas ¿quiénes son los cholos entonces? ¿Dónde están? Esa tarde decidí buscarlos, pero necesitaba más pistas. Bajé las escaleras de mi casa y me fui al salón donde mi mamá tomaba el té. Nosotros vivimos en la zona más bonita de la ciudad, rodeados de parques y casas elegantes ¿la conoce? Me senté junto a ella y antes de que tuviera tiempo de decirme que vaya a jugar a otra parte le pregunté: ¿Mami, tú eres chola?
Mi madre, Marlene Rizo-Patrón Villafuerte de Hamann, al escuchar mi pregunta casi se atraganta con el sorbo de té inglés que tenía en la boca. Me miró muy enojada, como si la hubiera ofendido, pero no descubrió ninguna malicia en mis ojos porque mi intención no era otra que llegar a la verdad. Dejó la taza de porcelana fina en la fuente de plata y sonrió. No, mi hijito, por supuesto que no. Entonces -dije- ¿sabes quiénes son los cholos?
Ella lo pensó un momento y luego respondió: los que no tienen un apellido distinguido, los que tienen mal gusto, bueno, casi todos ¿no? esta ciudad se llena cada vez más de cholos. Por eso debes saber bien con quién te relacionas.
Entonces le pregunté dónde podía encontrar a uno. Mi madre miró a todos lados, inclinó la cabeza y dijo en voz baja: El mayordomo, por ejemplo, es uno de ellos. Puedes hablar con él, pero no le digas cholo. A los cholos no les gusta que los choleen.
El mayordomo estaba en la cocina acomodando las fundas de terciopelo que cubren la caja de los cubiertos. Me adelanté y le dije: Elmer ¿sabes dónde están los cholos?
Él no hizo ningún gesto y continuó con su labor. Luego que hubo terminado, por fin me miró sin dejar de arquear una ceja: Búscalos en las barriadas, niño, en los lugares oscuros a donde no llega el agua ni el desagüe, en los arenales y descampados. Son los que han tomado la ciudad y la han sitiado. Visten huachafonamente y se emborrachan los fines de semana bailando una música decadente y llorosa. Son los que gritan en vez de hablar, los que insultan en vez de opinar, los que maltratan a sus mujeres y dan mal ejemplo a sus hijos…
¿Dónde los puedo encontrar exactamente? – pregunté. El mayordomo se levantó y apuntó una dirección en un papel. Búscalos en mi antiguo barrio. Felizmente ahora vivo en una zona decente.
Así que caminé y caminé preguntando hasta dar con el paradero del ómnibus que me lleve a esa dirección. Recorrí toda la ciudad, señorita. Primero vi casas bonitas, luego avenidas enormes, luego edificios imponentes y luminosos, luego casitas otra vez, pero más pobres, terrenos baldíos, callecitas sin luces…pensé que nunca iba a llegar hasta que me bajé en un corralón sin salida, con casas de madera, techos a medio construir, una plaza pequeña y una escuela. Esquivé algunos perros, caminé entre la arena y toqué una de las puertas. Una señora regordeta me atendió muy amable. Adivinó mi cansancio y me ofreció un poco de refresco. Me senté. ¿Señora, usted es chola?
Ella rió con todas sus fuerzas, como si le hubieran aumentado el sueldo. ¿Chola yo? no hijo, te equivocas. Está bien que este barrio esté lleno de cholos, pero ¿no ves que mi piel es más clara? Mira mis ojos caramelos, mira mi cabello castaño oscuro y ondulado (por más que esforzaba mi vista, señorita, a ambos los veía negros). No, mi niño. El medio hermano de mi bisabuelo fue español, y yo heredé todititos sus genes. Se apellidaba Pérez. Yo me apellido Flores. Los cholos tienen apellidos horribles. Aquí todos me dicen la gata. Los que buscas están aquicito nomás, pero no me confundas, no señor. En este barrio inmundo también hay gente bonita y decente. Somos pocos, pero somos. ¿Quieres ver a un cholo de verdad? Anda a la plaza y vas a ver a un guanaco leyendo un periódico. Todo el mundo lo conoce como el cholo Peter, pero no le digas que yo te envié. Recuerda que a los cholos no les gusta que los choleen.
El recorrido se volvía cada vez más trágico, pero no estaba dispuesto a desmayar. Casi sin esperanzas anduve por la plaza sin saber qué buscar. Efectivamente, en una de las bancas encontré a un señor leyendo un periódico deportivo. Cansado de repetir la misma pregunta, me aventuré a asumir su condición. Señor, buenas tardes ¿qué se siente ser cholo?
El hombre cerró su periódico exaltado y, por la cara que puso, concluí que había cometido un error.
Cuál es tu cholo, mocoso. Soy norteño de pura cepa. ¿Que no sabes diferenciar? Aquí no hay cholos. A ellos búscalos en la puna. Son chaposos y se les sale el mote ¿que no ves que soy moreno y hablo muy bien?
Abrió su periódico y no me dijo nada más. Salí desanimado de aquella barriada. Estaba cada vez más confundido con las descripciones que iba recogiendo de la gente. Al principio se referían a cuestiones genéricas como el lugar de nacimiento, la zona donde se vive, el apellido, pero después se volvieron más concretas: guanaco, trinchudo, narizón, moreno, cuadrado, eran adjetivos que según ellos, podrían ayudarme en la búsqueda. ¿Cómo es posible que habiendo escuchado a tanta gente hablar de los cholos, no haya podido hasta ahora encontrarme con uno? Mientras más escarbaba, más túneles se abrían ante mí. Así que no tuve otro remedio que viajar cientos de kilómetros hasta una de las ciudades de la puna, señorita, donde seguí preguntando, pero a pesar de mi insistencia nadie me supo dar respuesta del cholo perdido. Algunos me decían que son los indios de la selva, otros que son los del sur. Todos encontraban una razón para no definirse como cholos. Casi al final del día, algunos se compadecieron de mí y me dijeron que tal vez más arriba, en las comunidades campesinas, lo podría hallar.
Resuelto a hacer un último viaje, ascendí por las montañas hasta una aldea de piedra en medio de la nada, con gente humilde que me acogió con los brazos abiertos.
Y aquí viene lo bueno señorita, porque cuando el alcalde de ese poblado me recibió en su oficina, observé que reunía todas las condiciones que había venido anotando. Se llamaba Eustaquio Huamán, y ya estaba a punto de hacerle la misma pregunta gastada, cuando se acercó y me dio un gran abrazo.
- ¿Cómo estás Robertito?
Mi abuelo era el alcalde de ese poblado. Debí suponerlo cuando lo vi, porque el parecido con mi padre era impresionante. Lo malo es que nunca me habían hablado de él, y tuve que fingir que lo había extrañado todos estos años. Me quedé varios días pensando, decidiendo entre preguntarle o no. Cuando al fin me armé de valor y le espeté la pregunta, se quedó pensando varios segundos. Tal vez nunca se había preguntado aquello. Me dijo que era un hombre orgulloso de su tierra y sus raíces, pero que mi inocente búsqueda había sido en vano. El cholo no existe, me dijo. No es un hombre, sino una categoría; no es una raza, sino un arma con la que defendemos nuestro miedo a la igualdad. Cuando choleamos trazamos límites, levantamos murallas, distinguimos. Pero sobre todas las cosas, nos descubrimos.
De pronto recordé la respuesta de mi padre y ésta cobró un triste sentido, señorita. En aquel almuerzo, cuando las venas de sus ojos saltaron y creí que me iba a trompear por haberle preguntado si éramos cholos, me puso una mano en la cabeza, me miró fijamente y me dijo:
- Nadie es cholo mientras tenga a quien cholear.
Por todo eso señorita, le ruego que califique mi examen de matemáticas. No escribí mal mi nombre. Yo no me llamo Roberto Hamann. Yo nunca me llamé Roberto Hamann. Corríjalo, déjeme ser yo mismo. Y a ustedes compañeros les digo, que al primero que me diga cholo ignorante, le saco la mierda.