Y el ingrediente es... sangre
Fue un día demasiado agitado. Los trámites se habían realizado maravillosamente, pero me habían estresado de una manera tal que casi había llegado al bochorno. Salí de la oficina lo más rápido posible, porque estaba seguro que el jodido del ingeniero llegaría de repente y me aprisionaría otra vez en el trabajo hasta dejarme hasta tarde. No había dormido tres días seguidos por dedicarme a una facturación larga y tediosa.
La otra vez estuve a punto de irme a descansar a casa, cuando de repente apareció el ingeniero. Con su cara de felicidad hipócrita, pidiéndome: “Gustavo, debes arreglar algo en la facturación. Existen algunas fallas en los cálculos.” Cómo quisiera desmayarme en ese momento y que el ingeniero me llevase al hospital. Y que los doctores le dijeran que era un ingeniero totalmente estúpido, arrogante y explotador de trabajadores.
Salí de la oficina, riéndome de esa propuesta utópica. Como era el último en quedarme y siempre pasaba eso, apagué todas las luces. Abrí la puerta con desgana y salí al frío Jirón Próspero. Los motocarros pasaban tan tranquilamente, mientras las luces naranjas de los postes de luz teñían el ambiente nocturno. Aquel frío nocturno me rozó la mejilla y me inducía al sueño. Estaba seguro que si me miraba al espejo, encontraría unas ojeras como si hubiese recibido puñetazos. Agazapé mis cosas hacia mi pecho y mirando todas las tiendas, comencé a caminar hacia el norte.
Pero cuando di unos cuantos pasos, escuché la maldita corneta musical de carro del ingeniero. Cerré los ojos del puro cansancio. Sabía que no iba ceder, así que aumenté la caminata. Mire con ojos envidiosos a esas personas que reían sin desgana.
Sonó otra vez la corneta del carro. Seguí caminando e inicié una charla conmigo mismo, enardecido.
—Carajo, no deja de molestar. Tanto no deja de fastidiar. Por eso algunos de sus trabajadores renunciaron…
Tuve que esconderme en alguna parte para perderlo de vista. Con ojos cansinos observé una heladería. Apresuré y entré. Pasé entre las pequeñas mesas ocupadas, y me acerqué al mostrador.
—Disculpe —dije cansado.
—Buenas noches, señor —me dijo la señorita, examinándome con detalle.
—Me puede hacer un favor —dije casi sin ganas. La señorita entornó los ojos—. El ingeniero… de mi trabajo… esta siguiéndome. Me amanecí tres días y no quiero quedarme otra noche trabajando. ¿Tiene un lugar para esconderme?
—Oh —exclamó ella, seguro fijándose en mis ojos—. Tiene horribles ojeras.
Asentí cansado.
—Sí venga…
Como un niño perdido, la seguí. Pasé por una puertita del mostrador. Habló con un amigo del trabajo que me miraba con desconfianza. Luego me guió hacia un cuarto trasero, lleno de cajas de D’ Onofrio y Lamborghini, y refrigeradoras.
—Sólo quédese aquí…
De repente, sonó mi celular. Miré por la pantallita y vi inscrito “Ingeniero de mierda”. Sabía que era él, porque así ponía para identificarlo cuando llamaba.
—Me está llamando… No se cansa —dije desanimado.
—Apáguelo —me aconsejo la señorita.
Antes de que suene otra vez, apagué el celular.
La señorita me miró con algo de lástima. Salió de la habitación y se fue a lo suyo. Me quedé mirando las cajas, parpadeando levemente para que mis ojos no cedieran ante el sueño. Esta horrorosamente cansado.
—Buenas noches —escuché el tono fluido del ingeniero.
Eso me levantó de mi ensimismamiento soñador. Me moví por las cajas, apretando algunas, tratando de oír claramente aquella conversación.
—Estoy buscando a un señor… Me pareció ver que entró a esta heladería…
—Disculpe, pero aquí entran muchas personas… —respondió la señorita.
Escuchando toda la conversación, divisé un hoyito en la pared de madera triplay. Me acerqué más y más, encajoné mi vista en esa herramienta de espía. Vi a la señorita hablando con el ingeniero.
—Tengo que el conocimiento de que entran muchas personas a un lugar público como este… Disculpe, pero el señor estaba con una camisa a cuadros y pantalón jean. Llevaba unos papeles en el brazo…
—Hipócrita —dije a lo bajo. Me describía como si fuera un prófugo.
—Perdóneme, señor. No vi a ningún señor con esos detalles. Además, muchas personas que terminan su día de trabajo vienen aquí relajarse, si puede fijarse.
Proferí una risita cansina. El ingeniero dio una pequeña mirada a la gente comiendo entretenidamente sus helados.
—Entonces, gracias… —finalizó el ingeniero.
—Disculpe por no serle de mucha ayuda.
Se giró y salió de la heladería, mirando a la gente.
La señorita disimuló atender algunas personas por la entrada de la heladería y revisó para ver si se alejó. Después de unos minutos, por la entrada vi pasar en un atisbo el carro del ingeniero.
La señorita sonrió y vino a mi escondite.
—Se fue. Subió a un carro.
Boté un prolongado suspiro, que de repente me hizo sentir más sueño. Agradecí a la señorita. Compré un helado en un cono y regresé a mi casa.
Con mi cuerpo muriéndose del sueño, abrí la puerta de mi casa y entré. No me percaté dónde boté mis cosas, solamente caminé por todo mi casa. Subí las escaleras, dando pisadas torpes. Cuando llegué frente a la puerta de mi cuarto, abrí por el pomo y entré como si la gravedad de mi hermosa cama me jalara. Me quité los zapatos, me eché en mi cama con mi ropa de trabajo. Para aprovechar eso, acuné mi cabeza. Rocé la sábana y me quedé echado…
Bzzzzzzzzzzzz
Abrí los ojos cansados, de repente.
BzzzzzzzzzzzzzZZZZZZZZZZZZzzzzzzzzzzzzzzzzz
El zumbido de un insecto llegó cerca de mi oído. Me incorporé de mi cama, fastidiado, mirando la penumbra de mi cuarto. Nunca me gustaron los sonidos de los insectos volando cerca de mí. Me provocaba una reacción inquietante.
Voltee la cabeza de un lado a otro. Escuchaba el zumbido, pero como si estuviera en un punto lejano de mi cuarto. Como un desesperado, tratando de enfocar inútilmente en la oscuridad.
—Carajo, para qué tengo una lámpara de luz —dije enfurecido. Me bajé de la cama y fui al interruptor.
La lámpara de luz blanca iluminó todo el cuarto. Mis ojos enrojecidos recorrieron todo el cuarto.
Escuché un zumbido en mi oído. Giré la cabeza de un golpe. Y con ese zumbido que martillaba la audición, vi pasar frente a mis ojos a un zancudo. Con el cuerpo y patas cubiertas de bandas negras y blancas, trataba de buscar su punto de festín sangriento en mi piel.
—Maldito zancudo…
Alcé mis dos manos entre el zancudo y lentamente comencé a encerrarlo hasta que… PLAP. Mis manos lo aplastaron… Cuando observé para comprobar, encontré con el cuerpo totalmente aplastado, con las patas despilfarradas mezcladas en su lastimado tórax, por donde salía un charquito repugnante de sangre.
—Por fin…
Me limpié la mano con la servilleta que traje junto al helado. Apagué la luz y fui directo a mi cama. Cerré mis ojos… Tratando de dormir.
—Creo que tengo que renunciar a ese trabajo —dije con la voz perdiéndose en mi cansancio—… Tengo que renunciar… Renunciar… Re….
BzzzzzzZzzzzzzzzzzzzz
Abrí los ojos de repente. En eso fruncí el ceño.
En eso sentí una picazón en el brazo.
Y otro en el pie desnudo, en la planta.
—No
Me levanté de sobresalto. Moví todo mi cuerpo para alejar a los zancudos y me caí de la cama. Me arrastré por el suelo, boté mis zapatos por un lado y llegué a encender la luz.
Me incorporé rápidamente, haciendo caso omiso a mi terrible cansancio. Barrí con la mirada mi cuarto. Y donde distinguí a un zancudo revoloteando por la cabecera de mi cama y otro dos por la cómoda.
—Ay, por el santo día que tuve, quiero dormir.
Los puntos donde me picaron los zancudos comenzaron a escocerme. Lo peor era que la picazón en la planta del pie fue una molestia.
Con la furia y el sueño partiéndome el cerebro, tomé mi sábana y mi almohada. Cerré la puerta de un portazo. Bajé hacia la sala y arreglé el sofá para poder dormir ahí. Me acurruqué en el sillón. Cerré mis ojos. Los mantuve así por tres minutos, pero ¿por qué no me dormía?
Me incorporé en el sofá. Tenía sueño, pero no me dormía. Miré mi penumbrosa sala… Estaba siempre ordenada.
Me sobresalté. Algo sonó al otro extremo de mi sala. Entrecerré los ojos y traté de ver en esa oscuridad. Me enfurecí, alargué mi brazo hacia el interruptor y oprimí el botón. La lámpara no se encendió.
Eso me hizo sospechar.
Escuché una pisada y me fijé en el extremo de la sala.
Tratando de enfocar más la visión, pude distinguir un movimiento borroso, bajo la escalera.
TIC TOC
Aquel sonido sonó viscoso. TIC TOC, BZZZZ
El zumbido me causó un pánico. Sonaba tan fuerte que era imposible que un zancudo lo haya proferido.
—No debiste haber escapado assssí, Gustavo —dijo una voz.
Aquella voz me resultó horrorosamente familiar. Era la voz del ingeniero.
— ¿Qué hace aquí? ¿Cómo entró? —Estaba asustado. Me arrastré lentamente hacia atrás, sobre el sofá.
—No debiste haber escapado así del trabajo… Tenías que haber continuado trabajado, Gussssstavo.
— ¿Por qué está hablando así?
—No debiste esconderte en la heladería… porque ssssé que estabas ahí…
— ¿Qué? —proferí, llegando a estar encima del apoya-manos del sofá.
—Tuve que hacerle eso a la señorita… Me obligaste a hacerlo…
— ¿Qué le hizo? —susurré.
—Mmmmm… Le chupé la sangre… —dijo con tono deleitoso.
— ¿La mató? ¿La mató…? Pero qué… Muéstrese… Salga de ahí… —sigilosamente me bajé del sofá. Trataba de no mostrarme tan aterrado pero el terror me invadía—. ¡SALGA DE AHÍ!
Pero él seguía hablando.
—Debes quedarte de amanecidas para hacer la facturación…
— ¡SALGA DE AHÍ!
Su movimiento se hizo raro. Sus pisadas tenían un sonido amortiguado. Salió hacia la luz débil que provenía del foquito de la cocina. Y cuando la luz cayó sobre su paranormal cuerpo, me quede tieso como un palo.
Era del tamaño de un elefante bebé. Tenía seis patas que pisaban el suelo. Un cuerpo alargado y repugnante como si hubiese nacido de una de las maneras más desagradables. Pero lo que me hizo dar unas náuseas terroríficas era la cabeza. Era la cabeza del ingeniero, asimétrico, acoplada a ese cuerpo de insecto. De su cabeza sobresalían un par de antenas, llenas de pelos que me inquietaban. La boca estaba alargada como una enorme aguja carnosa, con la punta parecida a una ventosa. Era un zancudo monstruoso.
Sacudió su cabeza con un giro inquietante, mientras se acercaba a mí.
—Debes continuar trabajando… Debes hacerlo…
—No… No se me acerqué…
— ¡DEBES HACER LA FACTURACIÓN! ¡AHORA!
—NO, NO, NO…
—Debes continuar trabajando para mí… AMANECETE…
Me resbalé con mis zapatos. Pero traté estabilizarme. Cuando lo hice, sentí una picazón muy dolorosa en mi pecho. Con el pánico, me fijé que la aguja del zancudo monstruoso estaba clavada en mi pecho.
—Tienes que trabajar… para que mes des dinero…
Y comenzó a succionar. Mi pecho se contrajo hacia ese agujero. Comencé a gritar del terror, mientras por el traslúcido tubo de succión se veía mi sangre alimentándolo. Parecía una clase de fuente de energía para él.
—Ahhh… Ahhhhh… Basta… Basta… BASTA
Con ese último grito, vi como mi corazón pasaba por ese tubo… Las arterias, los pedazos de mis órganos. Di un sobresaltó y me levanté de esa pesadilla, con un grito. Me caí del sofá y fui dar de bruces contra el suelo frío. Abrí los ojos lentamente, dejando que la realidad de la mañana invadiera mi visión. Y cuando sucedió, me senté raudamente sobre el suelo y toqué mi pecho. Levanté la camisa a cuadros… Observé un pecho totalmente sano, ejercitado e intacto.
Eso fue la pesadilla más horrible que experimentado. Nunca me lo hubiese imaginado así, porque fue tan real que estaba pasando un pánico descomunal. Observé hacia la puerta de la huerta, y me percaté del algo: había zancudos revoloteando alrededor de un macetero no usado.
Me puse los zapatos. Corrí hacia allí y encontré una multitud de zancudos, mientras el agua estancada del macetero estaba lleno de larvas.
Asqueando, agarré el macetero y la incline para botar el agua estancada. Mojó la tierra, mientras las larvas se zigzagueaban en la tierra, hasta dejar de moverse. Con los zancudos adultos usé un insecticida. Rocíe el lugar, la sala y mi cuarto, hasta que el olor penetrante del insecticida quedará en mi casa.
Pero la manera para matar al ingeniero no era con un insecticida, sino con una buena dosis de demanda. Me preparé para salir a la oficina, mientras el insecticida hacia su trabajo. Caminé hacia la puerta, la abrí y me sobresalté, al ver al ingeniero a punto de tocar la puerta.
—Aquí esta… —dijo alegre.
—Aquí esta… quién —mofé yo con sarcasmo.
—Usted… ¿Por qué se escapó del trabajo? Le falto acabar toda la facturación… Seguro que hoy día acaba, porque debe continuar otro…
—Disculpe, ¿dijo que voy a continuar otro? Acaso se está burlando de mí o qué.
El ingeniero se quedó con los ojos enfocados en mí.
—No me responda así, porque ya sabe que puede pasar… —espetó.
— ¿Qué puede pasar? ¿Despedirme? ¿Sabe qué? No me importa si me despide, además estoy cansado de ese maldito trabajo…
Me miró con ojos furiosos. Levantó la mano y comenzó a puntear con su regordete dedo, en mi pecho. Yo traté de alejarme de él. Aquella acción que hizo me acordó a la pesadilla.
—Usted tiene la valentía de decir eso…
—Sí. ¡Y no tiene el permiso de describir esto como una valentía, porque no soy un dejado! ¡Me mantuve tres días sin dormir! ¡Sin contar las otras veces! ¡Ves estas horribles ojeras que obtuve por trabajar así! ¡Cree que eso es trabajar! ¡Yo soy capaz de demandarlo por abuso de trabajo!
El me miró con ojos anonadados y llenos de ira. En su cara regordeta se reflejó como el miedo y la culpabilidad.
— ¡Demándeme! ¡Hágalo! ¡No creerá las huevadas que dice un trabajador! —dijo con un brillito malicioso de triunfo.
—No soy sólo yo, señor. Pediré ayuda a las personas que renunciaron, anteriormente. Y usted dejará de tomar mi s… de abusar, a parte que quede con otro castigo.
Cerré la puerta de mi casa y fui a la bordilla de la vereda, y llamé a un motocarro. El ingeniero me miraba como actuaba.
— ¿A dónde va?
—Que le interesa…
Un motocarro se acercó.
—Me puede llevar al Palacio de Justicia, por favor… —indiqué al motocarrista.
—Podemos hacer un trato… —farfulló.
—Para que después lo rompa. JAJAJA —ríe. Me embarqué al motocarro—. Vamos, señor… Le recuerdo que vaya al Palacio porque debe estar ahí…
El motocarro avanzó. Miré por uno de los espejos retrovisores y me di cuenta de su rostro completamente consternado, culpable y de miedo. El zancudo estaba a punto de ser aplastado.